Más allá del gusto, tienen que existir una serie de parámetros que nos guíen a la hora de determinar la calidad literaria de un libro. Ya sea atendiendo a la temática, a la sintaxis, a la gramática, a la originalidad de la historia, a la crudeza, a la sensibilidad, a las imágenes audaces que lo salpiquen, el punto de vista del narrador, la trama o los personajes que lo pueblen, los ambientes, la denuncia o enseñanza que encierre, la capacidad de mantenerse vigente con el transcurso de los años y los devenires históricos o las modas… qué sé yo. Aspectos todos que requieren de cierto grado de formación para poder pronunciarse sobre cualquiera de ellos.
Luego, claro está, hay otra opción. Es la que, sin desmerecer a las anteriores, aplicamos en El Granero. Consideramos que un libro es bueno si al acometer su lectura encaramos nuestros quehaceres cotidianos ansiando el reencuentro con sus páginas. También, si nos pasamos el día con esa extraña alegría del que ha recibido un regalo o estrena zapatos o bici nueva, pero, sobre todo, consideramos que un libro es bueno si al concluir su lectura nos quedamos pensativos, maravillados, felices del hallazgo y apesadumbrados por la despedida de ese universo transitado, abrazado al libro, a su cuerpo que una vez fue árbol y lo velamos y, por una fidelidad espontánea, nos sentimos incapaces de abrir ningún otro libro en lo que quede del día.
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